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El árbol del conocimiento. Humberto Maturana. (Capítulo final del libro)

El árbol del conocimiento

Conocer y conocedor

Como las manos del grabador de Escher, este libro [El árbol del conocimiento] ha seguido también un itinerario circular. Partimos de las cualidades de nuestra experiencia, comunes a nuestra vida social conjunta. De ese punto de partida, hicimos un largo recorrido por la autopoiesis celular, la organización de los metacelulares y sus dominios conductuales, la clausura operacional del sistema nervioso, los dominios lingüísticos y el lenguaje. En este transcurso fuimos gradualmente armando con piezas simples un sistema explicativo capaz de mostrar cómo surgen los fenómenos propios de los seres vivos.

Así nos encontramos eventualmente con que nuestra explicación nos muestra cómo los fenómenos sociales fundados en un acoplamiento lingüístico dan origen al lenguaje, y cómo el lenguaje, desde nuestra experiencia cotidiana del conocer en él, nos permite generar la explicación de su origen. El comienzo es el final. Hemos cumplido así con la exigencia que nos pusimos al comenzar, esto es, que la teoría del conocimiento debía mostrar cómo el fenómeno del conocer genera la pregunta por el conocer. Esta situación es muy distinta de las que encontramos corrientemente, donde el fenómeno de preguntar y lo preguntado pertenecen a dominios distintos. Ahora bien, si el lector ha seguido con seriedad lo que se ha dicho en estas páginas, se verá obligado a mirar todo su hacer y el mundo que trae a la mano —ya se trate de ver, gustar, preferir, rechazar o conversar— como producto de los mecanismos que hemos descrito.

Si hemos seducido al lector a verse a sí mismo de la misma naturaleza que esos fenómenos, este libro ha cumplido su primer objetivo. El hacerlo, es cierto, nos deja en una situación enteramente circular, que nos produce un poco un vértigo parecido al de las manos de Escher. El vértigo viene de que no parecemos tener ya un punto de referencia Jijo y absoluto al cual podamos anclar nuestras descripciones para afirmar y defender su validez. En efecto, si decidimos suponer simplemente que hay un mundo que sencillamente está ahí, y es objetivo y fijo, no podemos entonces entender al mismo tiempo cómo funciona nuestro sistema en su dinámica estructural al requerir que el medio especifique su operar. O si, al contrario, no afirmamos la objetividad del mundo, parece como si afirmáramos que todo es pura relatividad y que todo es posible en la negación de toda legalidad. Entonces, nos encontramos con los problemas de entender cómo nuestra experiencia está acoplada a un mundo que vivimos como conteniendo regularidades que son resultado de nuestra historia biológica y social.

Otra vez tenemos que caminar en el filo de la navaja, evitando los extremos representacional (u objetivista) y solipsista (o idealista). En esta vía media, lo que encontramos es la regularidad del mundo que experimentamos en cada momento, pero sin ningún punto de referencia independiente de nosotros que nos garantice la estabilidad absoluta que le quisiéramos asignar a nuestras descripciones. En verdad, todo el mecanismo de generación de nosotros como descriptores y observadores nos garantiza y explica que nuestro mundo, como el mundo que traemos a la mano en nuestro ser con otros, siempre será precisamente esa mezcla de regularidad y mutabilidad, esa combinación de solidez y arenas movedizas que es tan típica de la experiencia humana cuando se la mira de cerca.

Más todavía, es evidente que no podemos salimos de este círculo y saltar fuera de nuestro dominio cognoscitivo. Sería como, por un fíat divino, cambiar la naturaleza del cerebro, cambiar la naturaleza del lenguaje y cambiar la naturaleza del devenir, al cambiar la naturaleza de la naturaleza. Estamos continuamente inmersos dentro de este circular de una interacción a otra, cuyos resultados dependen de la historia.

Todo hacer lleva a un nuevo hacer: es el círculo cognoscitivo que caracteriza a nuestro ser, en un proceso cuya realización está inmersa en el modo de ser autónomo de lo vivo. A través de esta continua recursividad, todo mundo traído a la mano necesariamente oculta sus orígenes. Biológicamente no cabe que tengamos frente a nosotros lo que nos ocurrió en el obtener las regularidades en el mundo que nos parecen acostumbradas, desde los valores o las preferencias, hasta las tonalidades de los colores y los olores. El mecanismo biológico nos señala que una estabilización operacional en la dinámica del organismo no incorpora la manera como se originó. Nuestras visiones del mundo y de nosotros mismos no guardan registros de sus orígenes; las palabras en el lenguaje (en la reflexión lingüística) pasan a ser objetos que ocultan las coordinaciones conductuales que las constituyen operacionalmente en el dominio lingüístico. De aquí que tengamos continuamente renovados "puntos ciegos" cognoscitivos, que no veamos que no vemos, que no nos demos cuenta de que ignoramos. Sólo cuando alguna interacción nos saca de lo obvio —por ejemplo, al ser bruscamente transportados a un medio cultural diferente— y nos permitimos reflexionar, nos damos cuenta de la inmensa cantidad de relaciones que tomamos por garantidas.

Aquel bagaje de regularidades propias del acoplamiento de un grupo social es su tradición biológica y cultural. La tradición es, al mismo tiempo que una manera de ver y actuar, una manera de ocultar. Toda tradición se basa en lo que una historia estructural ha acumulado como obvio, como regular, como estable, y la reflexión que permite ver lo obvio sólo opera con lo que perturba esa regularidad. Todo lo que como humanos tenemos en común es una tradición biológica que comenzó con el origen de la vida y se prolonga hasta hoy, en las variadas historias de los seres humanos de este planeta. De nuestra herencia biológica común, surge que tengamos los fundamentos de un mundo común, y no nos extrañamos de que para todos los humanos el cielo sea azul y el sol salga cada mañana. De nuestras herencias lingüísticas diferentes, surgen todas las diferencias de mundos culturales que como hombres podemos vivir y que, dentro de los límites biológicos, pueden ser tan diversas como se quiera. Todo conocer humano pertenece a uno de estos mundos y es siempre vivido en una tradición cultural.

La explicación de los fenómenos cognoscitivos que hemos presentado en este libro se ubica dentro de la tradición de la ciencia y se evalúa con los criterios de ésta. Sin embargo, es singular en cuanto muestra que, al intentar conocer el conocer, nos encontramos nítidamente con nuestro propio ser. El conocer el conocer no se arma como un árbol con un punto de partida sólido que crece gradualmente hasta agotar todo lo que hay que conocer. Se parece más bien a la situación del muchacho en la "Galería de los cuadros", de Escher.

El cuadro que mira, gradual e imperceptiblemente, se transforma en... ¡la ciudad en la que se halla la galería de cuadros! No sabemos dónde ubicar el punto de partida: ¿fuera, dentro? ¿La ciudad, la mente del muchacho? El reconocimiento de esta circularidad cognoscitiva, sin embargo, no constituye un problema para la comprensión del fenómeno del conocer, sino que de hecho funda el punto de partida que permite su explicación científica.

El conocimiento del conocimiento obliga

Cuando Adán y Eva mordieron el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, dice el texto bíblico, se vieron transformados en otros seres, para nunca volver a su primera inocencia. Antes, su conocimiento del mundo se expresaba en su desnudez, y se movían con ella y en ella en la inocencia del mero saber; después, se sabían desnudos, sabían que sabían.

A lo largo de este libro hemos recorrido el "árbol del conocimiento" y lo hemos visto como el estudio científico de los procesos que lo subyacen.Y, si hemos seguido su argumento e internalizado sus consecuencias, también nos damos cuenta de que son inescapables.

El conocimiento del conocimiento obliga. Nos obliga a tomar una actitud de permanente vigilia contra la tentación de la certeza, a reconocer que nuestras certidumbres no son pruebas de verdad, como si el mundo que cada uno ve fuese el mundo y no un mundo que traemos a la mano con nosotros. Nos obliga porque, al saber que sabemos, no podemos negar lo que sabemos. Por esto, todo lo que hemos dicho aquí, este saber que sabemos, conlleva una ética que es inescapable y que no podemos soslayar. En esta ética, lo central es que un verdadero hacerse cargo de la estructura biológica y social del ser humano equivale a poner a la reflexión de que éste es capaz y que le distingue, en el centro. Equivale a buscar las circunstancias que permiten tomar conciencia de la situación en que está —cualquiera que ésta sea— y mirarla desde una perspectiva más abarcadora, con una cierta distancia.

Si sabemos que nuestro mundo es siempre el mundo que traemos a la mano con nosotros, cada vez que nos encontremos en contradicción u oposición con otro ser humano, con el cual quisiésemos convivir, nuestra actitud no podrá ser la de reafirmar lo que vemos desde nuestro propio punto de vista, sino la de apreciar que nuestro punto de vista es el resultado de un acoplamiento estructural en un dominio experiencial tan válido como el de nuestro oponente, aunque el suyo nos parezca menos deseable. Lo que cabrá, entonces, será la búsqueda de una perspectiva más abarcadora, de un dominio experiencial donde el otro también tenga lugar y en el cual podamos construir un mundo con él.

Lo que la biología nos está mostrando, si tenemos razón en todo lo que hemos dicho en este libro, es que la unicidad de lo humano, su patrimonio exclusivo, está en esto, en su darse en un acoplamiento estructural social donde el lenguaje tiene un doble rol: por un lado, el de generar las regularidades propias del acoplamiento estructural social humano, que incluye entre otros el fenómeno de las identidades personales de cada uno; y, por otro lado, el de constituir la dinámica recursiva del acoplamiento estructural social que produce la reflexividad que da lugar al acto de mirar con una perspectiva más abarcadora, al acto de salirse de lo que hasta ese momento era invisible o inamovible, permitiendo ver que como humanos sólo tenemos el mundo que creamos con otros.

ETICA: Todo acto humano tiene lugar en el lenguaje. Todo acto en el lenguaje trae a la mano el mundo que se crea con otros en el acto de convivencia que da origen a lo humano; por esto, todo acto humano tiene sentido ético. Este amarre de lo humano a lo humano es, en último término, el fundamento de toda ética como reflexión sobre la legitimidad de la presencia del otro.

A este acto de ampliar nuestro dominio cognoscitivo reflexivo, que siempre implica una experiencia novedosa, podemos llegar ya sea porque razonamos hacia ello, o bien, y más directamente porque alguna circunstancia nos lleva a mirar al otro como un igual, en un acto que habitualmente llamamos de amor. Pero, más aún, esto mismo nos permite darnos cuenta de que el amor o, si no queremos usar una palabra tan fuerte, una aceptación del otro junto a uno en la convivencia, es el fundamento biológico del fenómeno social: sin amor, sin aceptación del otro junto a uno no hay socialización, y sin socialización no hay humanidad. Cualquier cosa que destruya o limite la aceptación de otro junto a uno, desde la competencia hasta la posesión de la verdad, pasando por la certidumbre ideológica, destruye o limita el que se dé el fenómeno social, y por tanto lo humano, porque destruye el proceso biológico que lo genera.

No nos engañemos, aquí no estamos moralizando, ésta no es una prédica del amor, sólo estamos destacando el hecho de que biológicamente, sin amor, sin aceptación del otro, no hay fenómeno social, y que, si aún así se convive, se vive hipócritamente la indiferencia o la activa negación. Descartar el amor como fundamento biológico de lo social, así como las implicancias éticas que ese operar conlleva, sería desconocer todo lo que nuestra historia de seres vivos de más de tres mil quinientos millones de años nos dice y nos ha legado. No prestar atención a que todo conocer es un hacer, no ver la identidad entre acción y conocimiento, no ver que todo acto humano, al traer un mundo a la mano en el lenguaje, tiene un carácter ético porque tiene lugar en el dominio social, es igual a no permitirse ver que las manzanas caen hacia abajo. Hacer tal, sabiendo que sabemos, sería un autoengaño en una negación intencional.

Para nosotros, por lo tanto, todo lo que hemos dicho en este libro no sólo tiene el interés de toda exploración científica, sino que nos entrega la comprensión de nuestro ser humano en la dinámica social, y nos libra de una ceguera fundamental: la de no darnos cuenta de que sólo tenemos el mundo que creamos con el otro, y que sólo el amor nos permite crear un mundo en común con él. Si hemos conseguido seducir al lector a hacer esta reflexión, este libro ha cumplido su segundo objetivo.

Nosotros afirmamos que, en el corazón de las dificultades del hombre actual, está su desconocimiento del conocer. No es el conocimiento sino el conocimiento del conocimiento lo que obliga. No es el saber que la bomba mata, sino lo que queremos hacer con la bomba lo que determina el que la hagamos explotar o no. Esto, corrientemente, se ignora o se quiere desconocer para evitar la responsabilidad que nos cabe en todos nuestros actos cotidianos, ya que todos nuestros actos, sin excepción, contribuyen a formar el mundo en que existimos y que validamos precisamente a través de ellos, en un proceso que configura nuestro devenir. Ciegos ante esta trascendencia de nuestros actos, pretendemos que el mundo tiene un devenir independiente de nosotros que justifica nuestra irresponsabilidad en ellos, y confundimos la imagen que buscamos proyectar, el papel que representamos, con el ser que verdaderamente construimos en nuestro diario vivir. Hemos llegado al final. No busque aquí el lector recetas para su hacer concreto. La intención de este libro ha sido invitarlo a la reflexión que le lleva a conocer su conocer. La responsabilidad de hacer de este conocer carne y hueso de su acción, queda en sus manos.

Se cuenta la historia de una isla en Alguna Parte, donde los habitantes anhelaban intensamente ir a otro lugar y fundar un mundo más sano y digno. El problema, sin embargo, era que el arte y la ciencia de nadar y navegar nunca habían sido desarrollados (o quizás habían Sido perdidos hacía mucho). Por esto había habitantes que simplemente se negaban siquiera a pensar en las alternativas a la vida de la isla, mientras otros hacían algunos intentos de buscar soluciones a sus problemas, sin preocuparse de recuperar para la isla el conocimiento de cruzar las aguas. De vez en cuando, algunos isleños reinventaban el arte de nadar y navegar. También de vez en cuando, llegaba a ellos algún estudiante, y se producía un diálogo como el que sigue: —Quiero aprender a nadar. —¿Qué arreglos quieres hacer para conseguirlo? —Ninguno. Sólo deseo llevar conmigo mi tonelada de repollo. —¿Qué repollo? —La comida que necesitaré al otro lado o donde quiera que esté. —Pero si hay otras comidas al otro lado. — No sé qué quieres decir. No estoy seguro. Tengo que llevar mi repollo. —Pero así no podrás nadar, para empezar, con una tonelada de repollo. —Entonces no puedo aprender. Tú lo llamas una carga.Yo lo llamo mi nutrición esencial. —¿Supongamos, como una alegoría, que no decimos repollos sino ideas adquiridas, o presuposiciones o certidumbres? —Mmmm... Voy a llevar mis repollos donde alguien que entienda mis necesidades.

Para leer el libro completo en pdf imprimible click acá:

https://pildorasocial.files.wordpress.com/2013/10/autores_humberto-maturana-francisco-varela-el-arbol-del-conocimiento.pdf

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