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La anti-guia para la crianza


Me hubiera gustado conocer antes a Mónica. Fuimos compañeras de colegio pero recién nos hicimos amigas cuando vinimos a estudiar a Bs. As. Un día nos encontramos haciendo las compras en el Coto de Monroe y Conde y descubrimos que éramos vecinas. Ella tenía un romance muy novelesco, yo quería tenerlo, y las dos teníamos para nuestro gusto 3 kilos de más. Fue en esa época que descubrimos La Anti Dieta, un libro que propone que la clave para una dieta saludable radica en combinar los alimentos en forma adecuada. Básicamente los hidratos de carbono no van bien con las proteínas. En síntesis: olvidate de la pizza y de las medialunas de manteca. Así adelgaza cualquiera.

De todos modos, el libro tenía un punto muy interesante: la afirmación de que conociendo las características de los diversos componentes y de la forma en que interactúan entre sí cada persona cuenta con la capacidad suficiente para armar su propio plan en libertad.

Algo parecido pasa con la crianza, aunque justo al revés. Porque una busca un libro para hacer dieta cuando cree que le sobra algo (¡Ah!… ¡Esos 3 kilos!). En cambio cuando lee sobre maternidad y crianza es porque cree que le falta algo (sí, claro: experiencia).

Pero si bien la cuestión de ser regordeta se puede terminar aceptando con relativa facilidad, el agobio que muchas de nosotras sentimos con la llegada de nuestro primer bebé no es en absoluto fácil de transitar y definitivamente no se resuelve comprando los jeans un talle más grande.

Sentimos por nuestro bebé un amor irracional, inconmensurable e incondicional. Pero también muchas de nosotras experimentamos como madres primerizas un enorme desconcierto causado por la altísima demanda de parte del bebé durante los primeros meses de vida. En general nadie te lo avisa y sentimos que no estamos listas.

Esto nos hace vulnerables.

Ahí es a donde empezamos a consultar guías de crianza… lo que sería una actitud saludable cuando uno está en sus cabales y la razón puede obrar como mediadora de la información que se recibe. Pero el puerperio no es época de estar razonando las cosas y mientras más intentamos avanzar leyendo sobre tendencias de crianza en boga, más podemos llegar a adentrarnos en un pantano cenagoso en el que en vez de rescatarnos nos hundimos más y más.

Tomemos por ejemplo el colecho. Si una mamá elige dormir con su bebé, si lo hace desde el núcleo de su propia conciencia y como una elección auténticamente originada en su ser, es casi seguro que se sentirá sumamente plena y satisfecha haciéndolo. Y sabe Dios que hay pocas cosas más hermosas que dormir junto a tu bebé y sentir su mano tibia sobre el pecho. Una madre así de plena es también una mujer feliz. Seguramente esta mamá también se sentirá libre de acompañar a su bebé para que aprenda a dormir en su cuna cuando ella o su bebé así lo necesiten. Pero si elige el colecho como un dogma basado en el miedo a ser una mala madre difícilmente estará sintonizada con su propio sentir y por lo tanto tendrá menos disponibilidad interna para elegir por sí misma. Probablemente intenta hacer lo mejor posible con la información con la que cuenta y sin quererlo pierde su sentido común y la confianza en su saber de madre. Pero esto no es todo, tal vez llegue a perder además la confianza en su bebé y en su capacidad para aprender a dormir por sí mismo.

Lo mismo puede aplicarse al porteo, al llanto, a la alimentación, al juego…

En mi experiencia como educadora de primera infancia he acompañado a muchas madres que quisieron brindar a sus hijos una crianza con apego y por el modo en que lo aplicaron llegaron a experimentar niveles de agotamiento extremos, combinados con fuertes sentimientos de resentimiento. Para mal de males sienten culpa por querer tomar una mínima distancia y recuperar el aliento.

Pero las cosas también se pueden ver desde otro punto de vista… ¿Y si esa breve distancia que la madre siente que necesita tomar no solo fuera sana, sino que también las ayudara a estar más aliviadas y por tanto más auténticamente disponibles para cuidar y vincularse con respeto con el bebé cuando la necesita? ¿Y si esta distancia también beneficiara al bebé ofreciéndole un espacio para moverse, jugar y descubrirse a sí mismo y su potencial con libertad? Entonces tanto la mamá como su bebé estarían distendidos, disfrutando auténticamente de una relación basada en la confianza mutua y el respeto. Y para lograrlo tal vez solo sea necesario tener una anti guía de crianza que nos recuerde que contamos con la capacidad suficiente para armar nuestro propio plan en libertad. Solo necesitamos conocer las características de los diversos componentes y la forma en que interactúan entre sí, como propusiera el libro que leíamos con mi amiga cuando éramos estudiantes.

En el caso de la crianza los componentes esenciales son tres: el padre, la madre, el bebé (sí, chicas, aunque no lo puedan creer ¡¡el padre también cuenta!!... me gustaría explayarme en esto pero me voy por las ramas, otro día les cuento cómo descubrí que “mi” primer hijo era en realidad “nuestro”).

Lo otro que necesitamos conocer son las características de estos componentes. Pues bien, dudo que exista en este momento a disposición de la humanidad un conocimiento más acertado y completo acerca de las características del bebé recién nacido y hasta los 3 años de vida que supere los aportes realizados por la pediatra húngara Emmi Pikler. Su tarea de investigación es un trabajo sumamente relevante que permite comprender al bebé humano y sus necesidades de desarrollo más allá de la cultura en la que nace. No se trata de la interpretación popular de una teoría psicoanalítica, ni de una observación antropológica que se intenta replicar fuera de contexto, ni la idea de un pediatra americano que se puso de moda. Se trata, por el contrario, de un descubrimiento que ha sido ampliamente corroborado con casi 100 años de investigación y experiencia.

Lo que Pikler descubrió es que el bebé humano solo necesita dos cosas para alcanzar un pleno desarrollo de su potencial: un vínculo seguro con su madre (o figura maternante) y la posibilidad de moverse y jugar en libertad. En libertad, en este caso, significa “hacerlo por sí mismo” sin ser asistido ni estimulado por el adulto en absoluto.

Vínculo significa conexión, dedicación plena en el momento de encuentro, respuesta asertiva a la gestualidad, los movimientos y los esfuerzos de comunicación del bebé. Presencia. Y aquí hay una gran diferencia: no por tener al bebé el 100% del tiempo en contacto con la piel de la madre hay necesariamente vínculo. Las madres tienden naturalmente a nutrir el vínculo en los momentos de cuidado del bebé, como lo son la alimentación, el baño, la vestimenta, el cambiado de pañal (aunque para mi gusto este último suele estar bastante desaprovechado) y si estos cuidados son aprovechados como valiosas oportunidades para nutrir el vínculo el bebé queda satisfecho, saciado y dispuesto a jugar siendo capaz de alcanzar su pleno desarrollo motor y cognitivo por sí mismo.

Saber esto ayuda a recuperar el foco y la confianza en quien una es: he aquí una madre. Con necesidades, con dudas, con vulnerabilidad, con sentimientos encontrados, sí. Pero con la invalorable capacidad natural de vincularse con su bebé. Es perfectamente posible favorecer este vínculo durante los momentos de cuidado siempre y cuando lo hagamos con presencia, con respeto y con tiempo para darle la posibilidad de cooperar, desarrollando día a día nuevas competencias. Así se transmite al bebé desde el comienzo de la vida un claro mensaje de valoración por la persona que él encarna y de confianza en sus capacidades.

Si sumado a esto se le permite al bebé moverse en libertad, éste se dedica en forma sistemática a descubrir su propio cuerpo y sus posibilidades, su entorno cercano y el mundo en el que ha nacido con gran deleite, autonomía, concentración y constancia. Si su iniciativa lúdica y exploratoria se da en un espacio seguro (sobre la espalda sobre una manta en el suelo es definitivamente el mejor lugar) puede llevar adelante su quehacer lúdico sin ser interrumpido porque no hay nada que lo ponga en peligro. Gana de este modo una enorme capacidad de foco y un domino motor notorio.

Mientras el bebé se mueve en libertad la madre mira al niño y lo valora por lo que hace, por lo que es y no por lo que debería ser. No espera de él nada distinto de lo que el bebé de por sí está haciendo y por lo tanto no interviene ni necesita estimularlo ni organizarlo en su juego. Y cuando el bebé se encuentra ante un nuevo aprendizaje que le representa un desafío, la madre está presente y valida su emoción, que eventualmente puede llegar a expresarse como disgusto, enojo o frustración. Pero no “resuelve” por el bebé sino que permite que el bebé se esfuerce, que persevere y pueda conquistar cada etapa de su desarrollo con autonomía y autosatisfacción.

Pero, ¿y si el bebé llora? Los seres humanos tenemos un impulso ancestral por acallarlo. Sucede que hace millones de años las manadas de primeros humanos necesitaban silenciar el llanto de los bebés porque alertaba de su presencia a los lobos. Según estudios de neurociencia esta información ancestral está aun activa en nuestro ADN y los adultos experimentamos una enorme incomodidad al escuchar a un bebé llorar. La buena noticia es que no hay lobos a la redonda. Y cuando los vemos frustrados no los arrancamos de esa experiencia por la fuerza. Los cuidamos, validamos su emoción en vez de querer camuflarlo bajo la forma de todo tipo de distracciones y consuelos. Miramos a nuestro hijo debatirse porque no puede abrir la tapa de un tarro, porque no puede seguir jugando en lo de abuela ya que todos están esperando en el auto, porque se cayó y está asustado, porque no lo dejamos seguir tirando al piso los huevos de la heladera o que le dijimos que vamos a acompañarlo para que aprenda a dormir solo con confianza en su cama cuando haya llegado ese momento. Entonces se enoja, se tira al piso, patalea con tanta angustia. En ese momento la clave es preguntarse: ¿Qué será de verdad, pero de verdad, lo que está necesitando? ¿Que lo pongamos a la teta, que le digamos "no es nada", que shusheeemos o alcemos y balanceemos sin parar?... Te garantizo que no. A veces es hasta es una falta de respeto. ¿O acaso a nosotros no nos pone locos que nos digan "no es nada, tranquilizate" cuando estamos enojados y frustrados? ¿Y por qué la emoción de un niño no debería tener el mismo nivel de relevancia? Lo que de verdad necesitan es que alguien les diga: “te entiendo, te pasó algo que no te gustó, estoy aquí para cuidar de tu emoción". ¿Sabés qué es lo que pasa entonces? El chico se tranquiliza en el acto. Porque estamos validando lo que siente, incluso si junto con eso viene un límite que nosotras mismas les estamos poniendo. Pero los podemos entender, con auténtica compasión y respeto. Ese es el gran secreto.

Podemos entonces permitir que el bebé llore para expresar lo que le pasa en vez de acallarlo de inmediato, mientras le demostramos que nos interesa lo que está expresando y que cuenta con nosotros para acompañarlo. Lo observamos con atención, le hablamos para explicar lo que vemos. Esta mirada atenta nos permite brindar una respuesta acorde a su auténtica necesidad y no a lo que los adultos imaginamos y luego proyectamos en él.

A veces, lo único que nos falta es esa pequeña llave mágica: observar a nuestro hijo y transmitirles nuestra confianza sin palabras, solo con el corazón y con la mirada…

"Hijo, te veo y te acepto tal como sos. No voy a acallar tu llanto, no te voy a consolar si no lo necesitás, no te voy a remover los obstáculos y las frustraciones del mundo; te voy a acompañar y a sostener para que puedas hacerlo por vos mismo. Porque confío. Confío en el ser pleno que vos sos".

No creo que haya un mensaje de apego seguro más poderoso que este.

¿Sabés la satisfacción que siente un hijo cuando es mirado y tratado de este modo? Y la satisfacción que sentimos los padres al ver a nuestros hijos volverse más y más capaces de lidiar con las dificultades, con las frustraciones y con los límites en general... ¡ah, no tiene precio! Así desarrollan una gran seguridad emocional. En vez de seguir buscando en nuestros hijos el reflejo de nuestra propia sombra damos vuelta la escena: nosotros nos ofrecemos como espejos donde ellos pueden conocerse a sí mismos en forma segura.

Y ya no querremos ser una madre perfecta: no existe una sola en toda la tierra. Nos conformaremos con ser simplemente una buena madre: hay millones de maneras de serlo.

Yo misma como mamá primeriza me sentí sumamente perdida… agobiada… y deposité mi confianza en guías de crianza permitiendo que drenaran mi autoconfianza y condicionaran fuertemente mi mirada, inhibiendo en muchos casos mi sentido común y mi discernimiento. Tuve que trabajar duro para poder librarme de ellas y he acompañado a muchas otras que transitaron esta misma dificultad.

Me hubiera gustado conocer antes a Emmi Pikler y no cuando mi hijo menor tenía ya 18 meses. Descubrirla cambió mi mirada profundamente. Pero confío en que todo llega a su debido tiempo y siento un enorme agradecimiento por la posibilidad de acompañar a mis propios hijos así como a otras familias en este sendero de respeto por la infancia que ella propuso. No solo por lo increíblemente adecuado que es para los bebés y niños, sino por lo alentador que es para los adultos, en especial para las madres.

Anhelo y trabajo para que las madres recuperemos nuestra soberanía en la crianza, nuestro saber hacer, que nos volvamos hacia nuestras raíces, que podamos mirar a nuestras propias madres y asentir a lo que ellas pudieron brindarnos (por más que haya sido solo la vida y nada más que eso). Y desde esa enorme fuerza de Amor, podamos parir una maternidad respetada, natural y a término. Y así giremos hacia nuestros hijos sabiéndonos plenamente capaces.

Porque lo somos.

Porque no nos falta nada para poder serlo, salvo darnos cuenta de que estamos listas.

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