Hijos de la vida. Los nuevos niños, ¿grandes maestros?
¡Los hijos! ¡Ah! ¡Los hijos! Seres de inmensos ojos luminosos que desde el primer aliento buscan el contacto con el mundo a través nuestro. Nosotros, dadores y sostenedores de vida, hacemos en todos los casos lo mejor que podemos. Y aunque a veces nos agotan, aunque a veces los agotamos, el amor como vínculo primario cobra la belleza dorada de la madurez gracias a ellos.
Los hijos llegan a nosotros con un espejo mágico incluido a través del cual puede llegar a reflejarse nuestro verdadero ser con todas sus bondades y desgracias. Esto sucede de una manera apabullantemente espontánea.
Si realmente estamos dispuestos a amarlos, la experiencia nos llevará a un gran crecimiento personal. Nos preguntamos entonces dónde quedó nuestra infancia, aquella disposición total a deslumbrarnos por la belleza de lo simple, a embelezarnos viendo una bolsa descartable flotar en medio de un basural y dejarnos cautivar por su danza pese al calor, pese a la sed, pese a la mirada de los demás.
No es que añoramos volver a ser niños ni que idealizamos la infancia. Sino que deseamos para mi nosotros esa predisposición lúdica hacia la vida, esa conexión profunda con el entorno, ese vínculo de unidad que los niños y niñas nos señalan de forma constante, coherente y consistente. Si logramos amar la imagen que nuestros hijos e hijas nos devuelven de nosotros mismos, entonces el círculo de la educación de nuestros hijos estará completo. Podremos al fin sentirnos satisfechos y estaremos listos para verlos desplegar sus alas y volar del nido entendiendo como dijera el poeta Kalil Gibrán:
“Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.
… …
Tu eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas, son lanzados. Deja que la inclinación, en tu mano de arquero, sea para la felicidad”.