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Pubertad y adolescencia: la conquista de la libertad


Esta es una etapa de inmenso potencial donde los jóvenes se afianzan como estudiantes y es importante poder acompañarlos y continuar apoyándolos para que puedan sacarle provecho a los años que les restan antes de volverse adulto. Cada niño a su tiempo, comienzan la marcha hacia la pubertad y la adolescencia, despidiéndose definitivamente del mundo infantil en el que interactuaban sin conflicto la realidad y la fantasía. Se despiden también del juego simbólico que caracterizó la exploración de sí mismos, de sus posibilidades y las del entorno hasta ese momento. Comienza también el trabajoso camino de diferenciarse de los padres para afianzar una identidad propia. Todas estas son instancias valiosas y cuando podemos entender que el adolescente está respondiendo de la mejor manera posible a sus auténticas necesidades de desarrollo podemos ganar nuevas perspectivas que harán de esta etapa una experiencia llena de poder e idealismo, de nuevos vínculos y diálogos... y de más de un desafío del que toda la familia puede resurgir fortalecida.

Es habitual que a esta edad, se viva el crecimiento como una pérdida y muchas veces los jóvenes necesitan elaborar este cambio mediante la burla o el desprecio por el mundo de la fantasía. Sus anhelos se centran ahora en la comprensión de la realidad y los datos que ésta aporta así como en la pertenencia al grupo de pares, que se vuelve absolutamente prioritaria. Es muy importante acompañar a niños y niñas para que puedan visualizar que las maravillosas perspectivas de crecimiento que se abren ante sí, integrando los logros transitados en etapas previas. La adolescencia no es en verdad un cierre definitivo de la infancia sino que bien puede percibirse como un desenlace natural que da continuidad de los aprendizajes iniciados en los años anteriores y resalta la perspectiva a largo plazo de los mismos. No se trata de la mera suma de conocimientos (a nivel interno y externo) sino de recapitulación, consolidación y profundización.

¿En qué consisten estos aspectos?

En primer lugar, se esperan mayores niveles de autonomía y responsabilidad en los estudios, manejo de información, organización del tiempo. Este objetivo debe ser apoyado y construido desde el hogar si deseamos que puedan transitar la escolaridad con su autoestima fortalecida y por lo tanto con mayor satisfacción personal. Se trata de sostener el vínculo con respeto en la búsqueda del equilibrio entre poder dar paso hacia los nuevos aprendizajes y, a su vez, volver sobre lo ya aprendido, valorándolo como instancia previa imprescindible para llegar al momento presente. Si cuando fueron bebés y niños pudimos crear con ellos un vínculo de respeto, valoración por su iniciativa, aliento de su creatividad y calma firmeza en la puesta de límites, llegaremos a esta instancia con mucho camino ganado.

Tal vez hayamos recurrido a un chirlo cuando eran pequeños para que comprendieran la gravedad de ciertos hechos, como bajar solos a la calle. El límite físico es como una herramienta que está rota desde el primer día. Aparte de ser cuestionable en su efectividad, en ningún caso logra una solución total o duradera. Si seguimos queriendo enmendar el comportamiento de nuestros hijos utilizando el castigo físico cada vez serán necesarias mayores muestras de fuerza para obtener el resultado que esperamos. Pronto puede convertirse en un círculo vicioso que no lleva a ningún destino más que al quiebre de la integridad de nuestros hijos más allá de que estaremos enviando reiteradamente el contradictorio mensaje de que esperamos niños “buenos” siendo nosotros mismos violentos. Los estudios sobre el tema muestran que los niños que han recibido un límite físico eventual ante hechos graves hasta los 6 años de edad tienden a tener mejores aptitudes sociales y desempeñarse mejor en el colegio. Sin embargo, pasada esta edad, los resultados se invierten drásticamente. Si no sentamos a tiempo las bases para que el diálogo sea la herramienta por excelencia para marcar los límites y resolver los conflictos, la pubertad nos encontrará con un campo lleno de resentimientos y espinas. Si bien no es imposible, el trabajo de educar a nuestros adolescentes será tanto más arduo y demandará de nosotros un gran trabajo de crecimiento personal.

Se dice popularmente “chicos chicos, problemas chicos; chicos grandes, problemas grandes”. Aunque probablemente a los padres nos resulte muy cierto este dicho, probablemente no sea la perspectiva más adecuada para continuar educando a nuestros hijos en este tiempo. Primero que nada, los chicos nunca están directamente asociados al término “problema” a ninguna edad y si nos escuchan repetir frases como estas estaremos dándoles el mensaje de que ellos encarnan una dificultad en nuestras vidas cuando en verdad no es así. Es cierto que la crianza nos lleva a enfrentarnos constantemente a situaciones problemáticas pero los hijos no son los portadores de esta dificultad. Nosotros somos los adultos que los hemos traído a este mundo y debemos continuar con la tarea de educarlos a conciencia incluso cuando necesitan enfrentarse abiertamente a nuestra autoridad, poniendo a prueba nuestra integridad de un modo tan radical que nunca nadie antes ni después podrá igualar.

Cuando los jóvenes son vistos como el problema, cuando las familias creemos este discurso culturalmente tan difundido y los medios masivos lo replican haciendo un eco tan poderoso que se expande hasta el último rincón social de esta misma voz, ¿qué respuesta podemos esperar de ellos? Este es un dilema que no es nuevo, sino que viene repitiéndose desde tiempo inmemorial.

“¿Quién podría decir que ella {la juventud} es la culpable? No se la ayudará con palabras despectivas. Esta juventud necesita que se le otorgue confianza y que se la

conduzca con espíritu de grandeza y no en un clima de desamparo o de desgaño”. Albert Camus, refiriéndose a la juventud francesa de la posguerra.

Así como abunda una idea hiper-idealizada de la infancia, rebalsa también en nuestras sociedades un concepto hipo-valorativo de los jóvenes. Ninguno de los dos grupos merece esta mirada. Como tan claramente expusiera María Nieves Tapia en su libro “La solidaridad como pedagogía”:

“En la Argentina de hoy, y en toda Latinoamérica, muchas buenas personas están preocupadas por la delincuencia juvenil y la inseguridad en las calles, y demandan que más y más batallones de “buzos” se encarguen de sacar del medio a los chicos que ya cayeron en la violencia, la droga o la prostitución. Escuadrones de médicos, asistentes sociales y terapeutas acudirán a sanar a los niños y adolescentes que caigan por las cascadas del hambre, el alcoholismo, la bulimia o la anorexia. Sesudos expertos tratarán de explicarnos por qué en países ricos en alimentos los niños no aprenden porque llegaron desnutridos a la escuela, y miríadas de sociólogos intentarán explicar por qué adolescentes de “buenas familias” terminan sus fiestas de fin de curso en el hospital y/o la comisaría. No es nuestro propósito objetar las propuestas que apuntan al mejoramiento del sistema penal, judicial o penitenciario, ni desconocer la ineludible necesidad de atender las situaciones límite una vez que se han desencadenado. Simplemente, nos parece que ha llegado la hora de prestar más atención a lo que se puede hacer “en lo alto de la cascada

La apatía, la falta de interés por una escuela alejada de la realidad, la carencia de modelos adultos que propongan valores creíbles, el exceso de espejos virtuales y la ausencia de afectos reales, son otras tantas “cascadas” por las que también caen niños y adolescentes cuyas necesidades materiales están satisfechas.”.

Cuando fuimos niños y jóvenes heredamos una sociedad compleja donde abundaron las contradicciones y los discursos vacíos de contenido auténtico. Pero recibimos también la vida, la capacidad y el entusiasmo para poder ofrecer nuestro aporte al mundo. Con ellos hicimos lo mejor que pudimos. Ahora nosotros somos los adultos y probablemente sintamos que estaremos dejando un mundo caótico y conflictivo como herencia a nuestros hijos. Sabemos que no tenemos la culpa de la violencia generalizada, el abuso en todas sus facetas y la destrucción medioambiental. Es cierto. No somos responsables de la crisis social y ecológica generalizada. Pero mucho menos lo son nuestros hijos adolescentes, así como tampoco lo fuimos nosotros cuando fuimos chicos.

Creer que “la juventud está desganada” es solo una forma más hacer mermar su autoestima y de quebrar el vínculo, no pudiendo apreciar el gran potencial ni hallar formas constructivas de canalizar la inagotable energía con que cuentan los adolescentes.

En sus actitudes desafiantes, en sus gestos de rebeldía, en su confrontación verbal constante, solo están diciéndonos: “no entienden que necesito alejarme, no porque no los ame, sino para poder seguir amándolos”.

Si logramos mantener la lucidez suficiente como para decodificar este mensaje estaremos del lado seguro de la tormenta. Al igual que cuando nuestro hijito era un chiquitín que revoleaba su autito y éramos capaces de leer que estaba enojado por no haber podido hacerse un nuevo amigo, debemos continuar decodificando sus sentimientos y confiar en el valor de lo que en ellos hemos sembrado. Los intensos y memorables años de su crianza han dejado en su corazón un invalorable semillero de vida. Una vez más, como cuando apenas era un bebé de 1 año, valoremos la persona que ellos son, a respetar su iniciativa y por sobre todas las cosas, a dar tiempo para crecer. Recordando la recomendación de Magda Gerber, la especialista de primera infancia, siempre podemos confiar en ellos y esperar… la palabra mágica que previene y alivia todo mal.

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